Sólo las mamás conocemos ese miedo a lo peor cuando los hijos se enferman. No te paralices y ¡reacciona!


Sólo las mamás conocemos ese miedo a lo peor cuando los hijos se enferman. No te paralices y ¡reacciona!

De Victoria González.

2/7/2019

Un estudio arrojó que el 47% de las madres primerizas temen, por encima de cualquier otro miedo, que sus hijos se enfermen o presenten alguna emergencia médica. Sin embargo, 7 de cada 10 personas no tiene ningún conocimiento sobre primeros auxilios.

“El parto es lo de menos.” Una frase trillada que todas las mamás experimentadas le dicen a las primerizas. Lo cierto es que las contracciones, la epidural y los entuertos son una broma comparados con el dolor que una madre experimenta al ver a su hijo, pequeñito y frágil, enfermo y temblando por los 40°C que marca el termómetro.

Hace un par de días, festejamos el final de kínder 3 en una casa con jardín y un montón de mamás fogueadas en todo tipo de situaciones infantiles. A nosotras, nadie nos viene a enseñar de alimentación balanceada, manejo efectivo de berrinches y aceites esenciales. Compartíamos chismes y una copita de vino que apaciguaba la nostalgia de haber terminado la etapa preescolar. “Ya son grandes”, nos recordábamos entre anécdotas, promesas de no perder la amistad y una que otra pelea por el balón o la espada láser. Algunas afortunadas todavía tienen bebés y reciben abrazos y besos gratis, carcajadas inocentes y -lo más bello de la edad del pañal-, tiempo de siestas. Precisamente, se despertaba de la siesta uno de los chiquillos más risueños que conozco. A sus dieciséis meses, lo he visto escalar paredes, aventarse a una alberca y ladrarle a un perro, pero ese día abrió los ojos y se miraban húmedos y brillosos. Como madre -in-experta que soy, aseguré que tenía fiebre. Estaba ardiendo. Su mamá lo sacó de la carriola y le quitó los zapatos mientras la anfitriona encontraba un frasco de Tempra. Debía dolerle hasta la piel, pero él sólo quería jugar con la jeringa, porque así de increíbles son los niños. En algún milisegundo entre que mi amiga le metió el tubito a la boca y su intento de empujarle hasta el fondo el jarabe, este hermoso y alegre bebé puso los ojos en blanco y dejó de moverse. Tenía una expresión vacía y le temblaban los labios. En ese momento sentí cómo se me escapaba poco a poco la fuerza en las piernas, el corazón me tronaba contra la piel y mil agujas se me clavaron en la garganta. Y ni siquiera le pasó a mi hijo. Unas le llamaron a sus doctores de confianza, otras corrieron por la bolsa y varias le dieron espacio, pero ninguna reaccionamos de inmediato. Pasaron a lo más tres eternos minutos, hasta que el papá de la casa agarró del hombro a mi amiga con su pequeñito en brazos, la hizo subirse al coche y se arrancaron al hospital.

Horas después nos confirmaron que fue una crisis febril -un estado de convulsión por un aumento de temperatura corporal que, debidamente atendida, no tiene consecuencias fatales-, pero pudo haberse tratado de cualquier emergencia.

Hoy, ya sé que en caso de una crisis febril hay que desvestir al niño y empaparlo de agua fresca -no fría- y correr a urgencias. También aprendí que las mamás somos invencibles, hasta que les sucede algo a nuestros bebés; entonces nos descomponemos. El reto más difícil de la maternidad es, sin duda, actuar a pesar del miedo a perderlos. Reaccionemos siempre, aunque estemos paralizadas y, por favor, tomemos todas un curso de primeros auxilios.

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