De Victoria González D.
29/7/19
Reconocer que nos equivocamos es difícil. Pedir perdón, todavía más. Aceptar nuestros errores nos obliga a admitir que no somos perfectos, y eso le desagrada a cualquiera. Tal vez entre adultos nos disculpamos para salir del apuro, pero cuando pedimos perdón a un niño, le enseñamos mucho más que a ser socialmente correcto.
Se harán responsables de sus acciones.
Los niños no traen un chip integrado que les dicta cómo comportarse ante lo que está bien o mal. Aprenden todo en familia, el colegio, con amigos, etcétera. Asumir que un pequeño se hará responsable de sus actos porque sí, es igual de absurdo que esperar sus primeras palabras en italiano si en casa sólo hablamos español. No lo escuchan entonces no lo conocen. Si nosotras nunca reconocemos nuestros errores y les pedimos perdón, ¿cómo podrán ellos aprenderlo?
Verán que todos -incluso las mamás- nos equivocamos.
El estilo de educación entre una mamá y otra puede ser diferentísimo, pero siempre buscamos lo mismo: formar personas buenas. Un niño al que no se le demuestra (porque esto no se enseña como las tablas de multiplicar) que todos -incluso mamá- nos equivocamos, crecerá para ser un adulto que se cree superior a los demás.
Reconocemos -ante sus ojos- que son personas.
A los niños se les trata como eso: niños. Sin embargo, hay una enorme distinción entre celebrar su infancia y restarles valor. Bajarnos a su nivel -en el sentido más literal-, ponernos de rodillas frente a ellos, verlos a los ojos y decir: “cometí un error y te pido perdón”, es reconocerles que son personas y dignos del mismo respeto que los adultos.
Si en casa aceptamos nuestros errores, pedimos perdón y no dejamos de querernos por ello, habremos ganado una palomita en la larguísima lista de tareas que se nos impusieron al volvernos madres.
